LA CASA SOLARIEGA

PRIMER PREMIO CUENTO DEL CONCURSO FUNDACIÓN GLOBAL DEMOCRACIA Y DESARROLLO.


Dedicado a Steve Irwin, que supo amar a los seres que no saben que son, y abandonar su cuerpo antes de que este lo abandonara a él.




Mis manos y mis pies han aprendido a hablar con el agua. Un diálogo casi en silencio, con suaves sonidos, con roces que componen un alfabeto mudo, un idioma de dedos medio mojados, de muñeca hundida, de pelos humedecidos, de gotas que ruedan. Tanto tiempo duraron sin encontrarse esta piel y esas aguas que ahora no hallan cómo separarse cuando se abrazan. Los pies sin embargo son casi analfabetos de humedad, no saben qué le cuentan las sílabas del hidrógeno y el oxígeno tibios o fríos metiéndose entre sus cortas coyunturas o subiendo tibia y peroné, esponjando pantorrillas como un tren sin ruedas que arranca del tobillo y le grita algo a la rodilla en un golpe de agua. Tampoco entienden el idioma de los metales pobladores de estas marinas corrientes cuando narran su historia, de cómo se distendieron con el big bang, y la sal explicando cómo llegó a hacerse salada. Pero mis manos sí saben ya todo. Conocen su sintaxis de gotas, sus reglas de acentuación en pequeños altibajos de la corriente, sus adjetivos que envuelven de azul y verde, sustantivos que dejan caer su peso y se derraman en conjunciones hechas de acariciante rocío, interjecciones grises, artículos que se quedan sujetos a los pelillos en pausas que esperan los complementos fluyentes de sabanas y sábanas cambiantes que despiertan los arrecifes y piedras. Les peinan y despeinan el transparente cabello que en chorros va y viene o el lacio pelo de algas que van dejándoles. Saben mis manos cuando el agua habla alto, a voz en cuello, en elevadas y rubias olas, porque está en celo, emocionada de amor o cuando furiosa en fuertes ronquidos hondos y violentos en horribles golpes cobra su mal humor y su amargura a golpes sobre las rocas como si las odiara, en un ácido trago, queriendo suicidarse sobre las inocentes hijas de los fósiles, porque algo le molesta, una pena insondable le molesta por allá abajo, en los fondos oscuros del alma del mar, donde ni los que viven ven.
Pero mis pies van aprendiendo. Ya saben cuando susurra porque quiere cariño o cuando habla quedo porque le queda un nudillo de dolor o tristeza en medio de dos corrientes plateadas y finas como cuchillos, que necesitándose se rechazan porque un líquido piensa que otro líquido sobra o porque siente que el otro líquido debe estar ahí para ser parte suya y no para aspirar a ser él mismo o a pertenecer otra ajena.
Mis manos, te lo aseguro, son maestras en agua, saben andar por la planicie azul, son cuentistas de sus escapadizos habitantes, novelistas de sus misteriosos fondos, poetas de sus caprichos. Tal vez se adelantaron a mis pies y a todo el cuerpo en el diálogo, por aquel aserto antiguo de que el conocimiento entró por las manos, de que el humano empezó a ser fiera vertical porque las extremidades superiores querían estar libres para aprender a tocar, a desarrollar esos ojos, oídos, olfatos y degustación que hay en la piel de la palma de la mano y la matemática que cuenta cada dedo. Ese ver tocando, ese oler oprimiendo, ese gustar apretando, ese oír rozando y ese sentir apropiándose de lo sentido, le dieron sentido e hicieron sabias a las manos. Por eso son tan locuaces en su líquido diálogo y saben escuchar con tanta precisión. Son, junto a mi voz, las mejores auxiliares para organizar el recuerdo de que vivo y del que vivo. Me voy a mis recuerdos, ven conmigo. Duérmete para que no te estorbe el mundo con sus reglas que de tanto repetirse parecen ser lo único cierto, lo único creíble. Duérmete para que en tus adentros, donde lo posible es imposible y posible, donde el capricho duerme y despierta cuando entras, tu yo hondo converse conmigo y con mis aguas.

“Cierro mis ojos y lo primero que veo es que voy corriendo, corriendo, corriendo por primera vez voy por este arenoso patio en el que nunca había andado. Sin salir de mi casa había sido criado por mis padres, de quienes siempre sospeché que temían que alguien me llevara o me perdiera en la distancia, según decían. No sé quién podría secuestrarme ni en qué distancia me perdería. Pero les creía a mis padres, y eso no me preocupaba. Lo que me preocupó siempre fue ser feliz, y lo fui siempre. Ser feliz consiste en desear lo que puede conseguirse o conseguir lo que puede desearse.
Y lo que se desea y consigue está en el mundo que para uno existe. Yo aprendí desde muy niño que mi país eran las cuatro paredes de mi cuarto. Mis continentes, los demás cuartos y la sala de mi casa. Que el mundo entero era mi casa completa y su techo blanco que continuaba de cuarto en cuarto limitados por las paredes azul tierno que devolvían las paredes a mis ojos. Las ventanas de la casa eran un misterio al que yo sentía que mis padres no querían que me acercara sino de noche. “Hay mundos que pueden dañar a los niños, porque lanzan colores y formas sobre tus miradas y si se incrustan dentro del cerebro se graban y hacen daño a los nervios y éstos al intestino, que se despelota en diarrea o en vómito o en algo más difícil: el estreñimiento horroroso”. Qué miedo me producían aquellas posibilidades que había probado en ocasiones y me habían lanzado a un triste y pesaroso malestar. No. No quería aquello. No miraría nunca esas ventanas, porque no quería volver a estar así. Me convencí de que sólo eran reales mis padres y mi casa, y el resto del mundo de que me hablaban, eran fantasías, y si salía, podía perder mi vida, disuelto en esos mitos lejanos.
Me habían enseñado matemáticas. Con ellas y guiado por mis queridos progenitores, calculé que la casa tenía exactamente 1,395 metros cuadrados. Eso me parecía una inmensidad, un universo completo con todas sus estrellas. Porque aunque nunca las había visto, lo mismo que el mar, sabía lo que existían como una fantasía, como seres de historieta porque mis padres me lo explicaron, tal como me informaron del sistema planetario solar. Conocía a Plutón, Venus, la Tierra, Júpiter, Saturno, todo, todo como conozco al Quijote y Sancho, como palabras cuyo sentido está en las palabras que definen y son lo que describen, no en el hecho, sino en la fantasía visual. o sonora, en el hecho olido o tocado como experiencia imaginaria. Con las palabras y gráficos que hacen vivir las cosas y existir aunque se disuelvan junto a ellas cuando entramos en ese misterio interior que es el otro sueño, el que se vive sin los sentidos.
Suponía no estarían contentos de verme salir al patio. Y cuando mis padres tenían que retirarse de la casa por una razón o por otra, iban a lugares que luego me explicarían, y después no me explicaban o me explicaban a medias o a cuartas. Cerraban todo para que no saliera al patio. Barandillas fuertes, rejas inexpugnables, cristales gruesos y opacos casi como espejos, tejas para que no pasaran las sabandijas hacia adentro ni yo hacia afuera.
Jamás pregunté por qué no querían que yo saliera, pues en realidad, nunca me dijeron que lo hiciera ni que dejara de hacerlo, no obstante todo me evidenciaba que no querían. No lo averigüé, a pesar de que preguntaba los por qués de cada cosa, pues era un verdadero niño preguntón. Eso, lo de mi razón para no salir, lo consideré siempre como esos misterios sagrados que uno no entiende pero que hace como si entendiera para no pecar con la duda. Que uno no pregunta debido a que preguntarlos es más ofensivo que preguntárselo. Oscurezco el espíritu ante ellos para no ver la pregunta ni las posibles respuestas inventadas por mi mente. Esa maravilla tiene la oscuridad: ocultarnos las dudas y llevarnos al encanto de la fe y su ignorancia de todo a cambio de regalarnos una paz débil pero necesaria para esta imperfecta existencia.
Pero mis padres eran mis dioses, y estoy seguro de que ellos me explicarían todo, con todo el cariño me dirían por qué no debía salir, y yo me dormiría feliz meciéndome en la hamaca de esa dulce respuesta. Me dirían: “Queremos sepas poco del mundo, para que lo inventes. El mundo es un pedazo de sol que como un machete amarillo entra por la ventana, un cuchillo de luz que en vez de cortar hace vivir las cosas, y ama tanto a los seres que para no herirlos se corta y sangra sombras, y con ello hace el día. La luna es un sol tan cariñoso que para no molestar deja caer suavemente su polvo gris de luz como una llovizna transparentemente pálida, leve túnica luminosa que viste a todo lo existente, y los prepara para el sueño en que los envuelve la inmensa y dulce noche, que tiernamente da oscuras caricias a las cosas para que no despierten”, me decía mi madre.
“Que tu imaginación invente el resto”, completaba mi padre, y mi espíritu volaba.
“La Biblia, el Corán, el Talmud, El Libro de los Muertos, Los Vedas, El Bagadad Gita son libros sagrados para la gente”,había explicado alguna vez mi padre. Pregunté “¿Qué es sagrado”. Dijo:”Aquello que no puede discutirse porque lo ha dicho alguien que nunca miente”.
Ciertamente, pensé yo, ustedes son mi libro sagrado, pues no los he oído mentir. Dicen que si suelto un mango cae el piso, y eso ocurre. Que si lo tiro un mango contra el blanco del techo se romperá y teñirá de amarillo la pared, y así ocurre. Ustedes son mis profetas y mis libros sagrados y mis dioses. Qué bueno que estoy tan cerca de mis dioses y qué fácil puedo consultarles sobre mis faltas y sus remedios.
Me preguntaba secretamente -los únicos secretos que guardé a mis padres- hasta cuándo estaríamos ellos y yo sometidos a la dictadura del día y la noche. ¿Si siempre sería así, que la noche y el día vendrían al antojo del sol y de la luna? ¿No podría yo conseguir que amaneciera o anocheciera a mi voluntad? ¿Que yo dijera, “Día”, y fuera día, o dijera “Noche” y fuera noche sin que haya que esperar esas largas horas que ha impuesto no sé quién ni por qué ni desde cuándo ni hasta cuándo ni desde dónde ni hacia dónde, ni para qué? Lo mismo me preguntaba ¿por qué debía siempre llover desde el cielo y no desde la tierra? ¿Por qué esa dictadura en el comportamiento de la vida? ¿Por qué no puede una semilla de arroz dar habichuelas?
Me propuse crear mis propios día y noche. A mis horas preferidas, a mis minutos exactos, que amaneciera o fuera tarde con sólo desearlo. Jugar, por ejemplo, con un crepúsculo que en treinta segundos fuese un amanecer. Que a la madrugada le sucediera la tarde. Y que el sol del mediodía en 30 segundos se transformara en prima noche. Pensé en que la noche se parece al sueño, y el día a la vigilia. Cerré los ojos sobre la almohada y fue la noche. Problema resuelto el de la noche. El del día, pensé que podría lograrlo con los sueños. Pero los sueños no pueden controlarse y era de día en ellos cuando ellos querían y no cuando yo quisiera. ¿Cómo lograrlo?
Y seguí reflexionando. Cerré los ojos y quise imaginarme el día. Lo conseguía, pero duraba muy poco. No tanto como la noche. Me propuse que una manzana que yo tuviera en la mano, la soltara y cayera sobre la pared, y que mi camisa pudiera caer hacia el techo. De este mismo modo, hice otros experimentos buscando romper la conducta de las cosas, esa conducta que de tanto repetirse hace a uno creer que es la única posible, y convencer a todos de que todo lo contrario es absurdo.
Un día, muy de mañana, mis padres salieron. Me dejaron todo listo para comer, mi ropa de ponerme, el agua de bañarme, todo, como siempre, como por años lo habían hecho. Pero aquél sería el día de yo lograr mi sueño, mi propósito. Algo me dijo que allá afuera, en el patio estaría el día voluntario, el día mágico que durara unos minutos, unas horas o unos segundos, todo lo que yo quisiera. Algo me secreteaba que si salía tendría poder para hacer toda la magia del mundo, que todo antojo sería realidad, que podría romper la dictadura de la rutina que los hombres, no sé si convencidos o vencidos, llaman lógica. Tal vez mis padres no querían que yo lo descubriera, porque ese día dejaría de ser un niño y pasaría a ser un dios, uno de ellos, y ellos, que no tenían más niños, más pequeños con cuya inocencia entretenerse en sus horas de ocio, acaso eran dioses que temían perder la adoración del único que los adoraba. Y un Dios sin adoradores no tiene razón para existir, porque entonces no ha creado el mundo ni dirige el destino ni castiga ni premia. Sí. Por ello debería ser que ellos no querían que yo conociera el patio. Para que no fuera perfecto como ellos. Para que no me desatara de aquel pequeño mundo que les pertenecía y a ellos, que habían creado, como a mí, y a ese mundo me debía. Temían quizás que descubriera el secreto de viajar como ellos a esas fantasías lejanas de que me hablaban.
Hurgué, como nunca, si habían dejado algo abierto, algo que se les hubiera olvidado cerrar. Una ventana sin aldaba y candado, una puerta sin el seguro puesto, alguna reja floja, algún candado dañado o cerradura rota, alguna teja zafada por donde mis dedos pudieran romperla toda. Jamás se me había ocurrido intentar salir, y por ello, el examen de estas cosas era como ver algo nuevo, pues no las había visto nunca, me pasaban desapercibidas. Es que sólo el deseo insatisfecho hace a los ojos mostrarle al inocente yo interior lo que el exterior casi lanza sobre nuestro cuerpo. Como sólo el deseo insatisfecho hace pecar, pues él mismo es el pecado.
¿De qué color sería el patio? ¿Cómo serían las cosas más allá? ¿Habría ciertamente pájaros cantando como me explicaran? ¿Cómo sonaba el mundo más allá del cuadrado cielo azul de estas paredes? ¿Qué sabor tendrían las cosas, fuera de esta casa? ¿Sería el mismo sabor? ¿Las cosas que dentro de esta casa son verde, rojas, negras o amarillas, serían de ese mismo color puestas fuera de aquí? ¿Vería sobre sus ramas esos frutos que mis padres traían, cómo colgarían, habría otras especies diferentes de las que mis padres decían que había en la distancia? ¿Cómo serían esos países cuyas imágenes me enseñaron mis padres, y que creerlas tan ciertas nunca me interesé por conocerlas en vivo yendo a ellas y respirando su aire, su olor, tocando sus monumentos, escuchando a su gente? ¿Existirían verdaderamente?
Di vueltas lleno de dudas antes de tocar una puerta o ventana o reja o teja para intentar salir. Dudaba. Me sentía pecador, desobediente, atrevido, sedicioso, rebelde, insensato, que insultaba a mis padres en su intención de que no saliera de las paredes donde estaba y donde era feliz. Pensaba que el mundo se acabaría para mí al abrir una de esas salidas. ¿Y si entraba un viento arrollador y me arrastraba o caía a un precipicio, un hueco infinito en el que no hallaría nunca el suelo y mis pedazos podridos cayeran poco a poco desde el aire en un infierno terrible y amargo, rojo y amarillo de sangre y fuego brotando y envolviéndome?
Pero al fin, la fe cuarteada fue vencida por los sólidos golpes de la duda, más pudo la luz que la noche, la curiosidad que el miedo, y me decidí a hacerlo. Pasó el primer día sin ellos. Llegó el segundo. El tercero. El cuarto. El quinto y el sexto. El séptimo, que siempre me dijeron sería un día de suerte, fue elegido por mí para intentar abrir las muy cerradas puertas y ventanas. Escogí la hora en que todavía no ha amanecido pero ya no es noche, sino un momento neutro, híbrido como esa raya invisible que separa y une agua y aire, raya que no es de aire ni de agua y los contiene a los dos sin contenerlos, y contiene a uno y a otra en su intención de ser una y otro. Cuando la luna se despedía de un sol que no llegaba. Se daban el toque de luz final e intercambiaban gris por amarillo, roce por invasión, sombra por penumbra.
Al tocar la puerta principal, se abrió sin empujarla. Con el leve roce del dedo. Iba hacia afuera huyendo, pero quise probar las demás salidas, para asegurarme de que mis padres se habían equivocado con esta puerta al dejarla abierta, y así darle grandeza a mi proeza de haber escogido precisamente primero la que dejaron abierta por error. Eso me daría un orgullo que nunca tuve cuando mis padres me decían que yo era inteligente. Creía lo decían porque de verdad lo sentían, pero que al decirlo buscaban más hacerme sentir feliz que responder a la certeza del hecho.
Puerta por puerta, teja por teja, ventana por ventana, pared por pared, todo lo revisé con mis manos. Todo lo toqué y todo cayó. Todo se fue como tragado por el aire. Hasta las columnas fueron disueltas por el poderosamente ligero pasar de mis manos. Sólo entonces supe que viví siempre rodeado del mar en una pequeñísima isla arenosa cuya única vivienda era la nuestra. El amplio mar y el agua batiendo la arena, el sol mirándose al espejo azul el mar que bailaba ante mis ojos como si hubiese estado toda su vida estático, tranquilo, muerto, únicamente esperando a entrar en mis ojos para entonces moverse y hacer la fiesta con el viento sólo para mí. Unas pocas palmeras se inclinaban como queriendo irse con sus ramas a bañar en la inmensidad que las llamaba. Fui feliz. Tan feliz que mis temblorosas manos empezaron a sudar rocío, brotarles el vapor del agua que subía contra los resquicios de las rocas como hechas una manada de minúsculos y brillantes insectos blancos que se disolvían en el aire. Me preguntaba si esa inmensa laguna que es el mar, los peces, palmeras, arena, tenían una existencia previa a yo mirarlas o si habían comenzado a existir sólo al tocarlas con mis ojos? ¿Había algo más que fantasía fuera de la difunta casa? ¿O sólo han comenzado a existir a causa de la desaparición de mi casa recién muerta?
Algo cortó de repente la dicha de este diálogo con el mundo. ¡Terrible: yo había dejado a mis padres sin su casa solariega! Qué sería de mí cuando llegaran. ¿Me castigarían, me hablarían mal, me golpearían como no lo habían hecho nunca, para que pagara en castigo físico lo hecho?
Algo me aturdía más: la posibilidad de que mis manos hubiesen adquirido un poder tan destructivo como el del basilisco cuya mirada disuelve todo, y que según mis padres, desapareció junto a sus descendientes con sólo verse unos a otros.
¿Y si el mundo desaparecía todo con sólo yo tocarlo: árboles, piedras, los lejanos países, que han de existir aunque sea en la esfera de lo fantástico: monumentos, torres, estatuas, obras de arte, libros, niños, madres, abuelitas y abuelos?
¿Qué pasaría cuando hubiese destruido todo y quedara sólo bajo mis pies la seca y desértica Tierra, un planeta girando solamente conmigo? ¿Sería yo entonces culpable de la muerte de toda la civilización, de todo libro, de toda máquina, fruta, animales, aire, lluvia, que destruyera todo lo que existe con un leve roce? Me retumba y vuelve la pregunta a mi mente: ¿Qué pasaría cuando quedara sólo bajo mis pies la seca y desértica Tierra girando conmigo, y por casualidad resbalara y mi mano tocara el planeta y desapareciera bajo mis pies, y quedara yo flotando en el espacio, girando alrededor del sol, y el día y la noche fueran sólo mi sombra sobre mí, que en mi espalda amanezca mientras anochezca en mis pies, que la madrugada sean unas recién nacidas luces ciegas saliendo de entre mis cabellos y el crepúsculo sean pálidos rayos rojos mortecinos que hacen su tumba para enterrarse en mis pies? ¿No tendría más noches de luna, ni de estrellas, pues según mis padres, la luz de la luna es reflejo de la tierra, y la tierra sería yo? ¿Y si ahora me tocaran mis manos a mí mismo y también mi cuerpo se disolviera, qué haría yo sin mi cabeza, mis brazos, sin mis piernas, sin mi corazón ni hígado, cerebro, corazón, pulmones, esqueleto, sin ojos, boca, nariz, orejas, lengua, piel, sin mis extremos e interioridades todos, sin mis manos, en fin, qué haría yo sin mi cuerpo, seguiría siendo yo, sabría algo de mí? Es verdad, así develaría el misterio de si el alma existe sin el cuerpo, si el espíritu queda flotando en la nada sin materia. Algo que siempre quise querer saber y lo evité para no pecar de preguntarlo a mis padres o preguntármelo a mí. Pero ahora, en este limbo del descubrir en que mi mente me asedia con todo lo que no debía preguntarme, tengo miedo y dicha, alegría y espanto.
¡Ay, lo que más me dolía eran mis padres, que llegaran y me abrazaran y se abrasaran al encontrar mi destructiva piel! Ay, ellos que tanto me quisieron. Empecé a llorar por su antemuerte, tristemente me fui en lágrimas. Pero toqué la tierra, plantas, palos secos, arena, y nada se destruyó. Volvió a mí esta parte de la paz perdida.
Gran descubrimiento fue ver el mar, esa gigantesca valla azul hecha de agua y cielo, del que sólo conocía sus fotos y las palabras con que mis padres lo describían, y ahora veía que no era un ser de historietas como había creído en mis adentros. Azul como la casa era el mar que nos rodeaba. Como ya he dicho, no había vecinos, calles, edificios, parques. No había ningún pueblo ni país en que viviésemos. Nuestra casa solariega, como he dicho, habitaba una isla y su patio eran arena y mar, su solar, playa y roca, y viento y olas. Rodeada de mareas y esta espuma que habla ahora con mis pies, que por primera vez se veían la ven, con su agua cálida y su aire húmedo.
A cada momento oía o veía algo y pensaba que eran mis padres que llegaban.
Un día, después dormir a plena luna, al despertar en la mañana junto al amanecer, me quedé escuchando el ruido del agua sobre las rocas, unas veces como violín rozado por el arco cuando arenas y caracoles se suavizan a la caricia del agua, otras como piano con teclas de roca, tocadas por las manos de un agua que sube y les cae una y mil veces. Oí en esta música la voz de mis padres hablándome al ritmo del viento y la piedra y la arena y el agua era su lengua y las rocas sus labios y su cara, la isla hecha mejilla suya. Recordé la música que me enseñaron a oír, y ví en los paisajes las obras de los maestros cuyas imágenes y letras sublimaron muchas veces mis ojos y manos. Al tocar las algas, toqué las estatuas que me habían traído y vivían en la difunta casa solariega, que ahora bulle en mí como lo que nunca fue: una feliz prisión de la que recién me libero. Comprendí que Beetoven, Dvorak, Haidyn, Bach, Gerswin, Berlioz, Manuel de Falla, Héctor Villalobos, Wagner, José Antonio Molina, Mozart habían aprendido los sonidos de su música en el viento y las olas, del roce de las hojas, de los troncos que se acarician, aprendieron su música. Que el sonido de los instrumentos musicales venía del sonar de la vida. Ahora regresaban a mí desde el paisaje. Olvidé maestros y música, y devolví a la naturaleza sus claves, sus notas y compases, su ritmo y coloratura y a ella me entregué.
Mis padres habían venido en olas y riendo con la espuma hecha sus dientes, el mar era su cara y la luz sus cabellos, y me dijeron que nunca se fueron ni me habían impedido ir donde quisiera. Que estaban alegres de que yo intentara salir sin su permiso, y que ellos no volverían a ser humanos, que como elementos me acompañarían siempre. Que hiciera una barca con las ramas de los árboles secos de la isla y me marchara y buscara compañera y tuviera hijos y volviera a la isla e hiciera con mis manos y las de ellos una casa tan secretamente abierta como la anciana y difunta casa solariega que habían hecho para mí. Donde fueran tan libres que al tocarla con el deseo de ver lo que había detrás de sus paredes, no hiciera oposición, sino que los dejara enseguida a su voluntad para elegir dónde y cómo vivir. Pero que no les dijera cómo ni en qué momento hacerlo. Que los dejara libres. Sin decirles qué es mejor. Si el lugar donde estamos o aquél a donde vamos”.
Ya te he contado todo a ti, que soy yo mismo contándomelo todo, porque sé que todo lo que se cuenta es cierto, en alguna esfera del existir existe y vive. Ahora soy un ser marino, un animal de aguas y de aire y de tierra, anfibio sin la piel ni los bronquios ni la traquea ni la sangre fría, porque no necesito haber nacido con ellos, pues los tengo tan pronto deseo tenerlos. Ahora camino grabando lo que mi voz y los gestos de mis manos les dicen a las olas mientras organizo estos recuerdos. Aprovechando que mis hijos han salido de la isla que es casa solariega y es isla marina, y me han dejado paseando por la orilla, mientras las olas y el viento hablan, unas veces para mis pies, otras para mis manos y mi cuerpo que se mece en estas idas y retornos que recuento.
Las olas, que son mis padres van y vuelven y cada vez no sé si volverán o no, o si no han vuelto nunca sino que en cada ola encuentro padres nuevos, no sé, porque son libres como yo de volver o quedarse, ser o no ser, como siempre quisieron ellos y quise yo: que aprender a inventar mi sol, mi luna, mi día, mi noche, mi tarde, mi madrugada, mi crepúsculo, mi aurora, mi hora y mi minuto, mi segundo y mis años, y como arena en el reloj que al bajar toda se vira para volver a comenzar, como el agua en la clepsidra, que cuando pasa finge no volver jamás, pero inexorablemente con los siglos vuelve a pasar como vuelve la clepsidra a serlo en otras manos. Porque eso es el universo, un irse para volver interminable, un ser y no ser revuelto en horas de idas y retornos.
Oigo una ola que viene, el sol que se asoma y la lluvia que me visita. No sé sin son mis padres o mis hijos o si soy yo o si somos un uno y múltiple ser en su interminable ciclo de irse y volver sin dejar de acompañarme y ser libres y dejarme a mí serlo.
Te dejo un momento, y voy a ver quién llega.

LEÓN DAVID O LAS PERLAS DE UN ESTILO PROPIO.

LEÓN DAVID O LAS PERLAS DE UN ESTILO PROPIO.

Juan Freddy Armando

¿QUÉ ES UN AUTOR?

Cuando hacemos andar nuestros ojos sobre la obra de León David encontramos que es verdaderamente un autor. Esta afirmación habrá de sorprender al lector, porque si publica un libro –y ha publicado ya varios- se presume que ha de ser necesariamente un autor. Sin embargo, no tiene que ser así. Hay cantidad de libros publicados en nuestro país y el mundo por personas que no son autores en el sentido exacto, preciso de la palabra.
Son, diríamos que escribientes o diletantes, en vez de escritores. ¿Por qué no son autores? Porque no han logrado un estilo, un enfoque particular que dé identidad propia y valiosa a sus pretendidas creaciones; no han alcanzado un sello que los separe y destaque en el montón de letras que se lanzan constantemente al aire, y muestre los aportes que hace al mundo creador, científico o tecnológico. De este modo cumplirían con lo que muy bien define el Diccionario de la Academia de la Lengua Española al autor: “Persona que es causa de algo”, dice la primera acepción, y la segunda –mi preferida- “persona que inventa algo”. Podríamos abundar más en la discusión de esta idea, investigar la opinión de Buffón, Bousoño, Pedro Henríquez Ureña, Italo Calvino y otros estudiosos del tema, pero tendríamos que dedicar la mitad de este trabajo sólo a hurgar en ese interesante tema, que no fue del que vinimos a hablar, sino de León David y su obra. Me parece que las definiciones citadas son suficientes para esta sucinta exposición.
No obstante, quiero hacer mi personal y humilde exploración sobre qué caracteriza a un autor.
Lo primero para descubrirlo, dentro del maremágnum de falsos profetas literarios, es saber si tiene un estilo personal, una forma de ver la vida, las letras, técnicas, metáforas, imágenes, rima, en fin, si posee una manera particular y propia, funcional y emocional de amasar, distribuir, mover y calentar los ingredientes con que se cocina ese exquisito plato que son las letras en sus ricas vertientes para el paladar espiritual.
Es la clave, el agua de Arquímedes, la manzana de Newton, la esfera de Copérnico, la deseada piedra filosofal de Paracelso, que alcanzan los escritores, que encuentran o deben encontrar los críticos literarios en la obra de cada escritor para obtener la medida de sus innovaciones, y de ese modo determinar el grado de calidad donde ha de colocarse entre los niveles del escalafón de creadores. Así sabremos si es un agradable escribidor como Isabel Allende, buen escritor como Amado Nervo, un gran talento como Gabriel García Márquez, maravillosa excelencia como Víctor Hugo o excepcional genio como Cervantes.
Obsérvese que establecemos estos parámetros a partir de la obra de cada autor, de la forma más sopesada posible, porque lo importante de un escritor no es (como suele confundirse a menudo) el país al que pertenece, el idioma en que escribe, el movimiento, generación o escuela literaria a que se suscribe. Sin dejarnos llevar del mundanal ruido de la promoción mercadológica o de que la imagen de república culta de algunas naciones. La ceguera que crea ese deslumbramiento ha hecho que se cuelen muchos intrascendentes en el mundo literario, impulsados principalmente porque son romanos, griegos, franceses, italianos, ingleses, irlandeses o surrealistas, románticos, modernistas, simbolistas o de la generación del 98, del 27, de los Siglos de Oro, del tiempo isabelino, etc.
Lo contrario ocurre con los países, generaciones y movimientos que han tenido un bajo perfil en la historia de las letras, los cuales en ocasiones producen grandes escritores que no son reconocidos, y ha resultado imposible hacerlos penetrar el mundo que promociona las letras, como es el caso de algunos escritores dominicanos: Franklin Mieses Burgos, Juan Bosch, Pedro Mir, Tomás Hernández Franco, Rafael Américo Henríquez, Freddy Gatón Arce, Aída Cartagena, Euridice Canaán, el mismo León David. Y hasta el propio Pedro Henríquez Ureña, no obstante su monumental obra crítica, filológica, poligráfica, hubiera sido más reconocido si se le hubiera ocurrido ser mexicano, argentino, español o de otro lar de prestigiosa tradición literaria.
El hecho de que un literato pertenezca a un movimiento o escuela, un país o generación no debe confundir a los críticos serios y metódicos, quienes deben ser capaces de ver que lo importante es que una obra pase la prueba del análisis de calidad. Por ello, es vano el orgullo de algunos por pertenecer a una generación o movimiento literario determinado, pues el deber de un autor no es adscribirse a una corriente y seguir unos principios y declaraciones y manifiestos de esas escuelas o tendencias. No. Es crear su propio mundo, su sello personal. Quien más gana y se destaca al seguir una escuela, es el autor que la creó y dio su sello personal a ella, como Rubén Darío con el modernismo.
En nuestro país, por ejemplo, hay gente que se ha sentido orgullosa de pertenecer a la poesía sorprendida, la generación del 48, los postumistas, modernistas, románticos, de post-guerra, generación del 60, del 70 o del 80. Pero en definitiva, cuando pasen los años, lo importante no es haber sido de tal o cual generación o corriente literaria, sino estar avalado por una obra con señal de estilo individual y único, emulando a los grandes creadores de todos los tiempos complementado por la hondura, sensibilidad y fuerza ética que le permita hacer temblar a quien lo lea en cualquier época o cultura.
“El estilo es el hombre”, dice un aserto antiguo que recoge Buffón, y es así, pues la reflexión sobre la obra es un pensar sobre el estilo, es un viaje hondo por los mares literarios, buscando qué colores y figuras, qué aletas y cabezas, qué movimientos al nadar o qué manera de comer y dormir y aparearse tienen esos peces que habitan ese ponto vinoso: forma, fondo, técnicas, herencias, aportes, visiones, trayectorias, enfoques, intensidad, cálculos, pasiones, seducciones, lecturas y otros, cuyas inclinaciones y amores del escritor por cada uno de ellos en detrimento de otros o mezclados con los otros, dan un perfil de su estilo, de su personal manera de ver el mundo y sus mundos.
Ello permitirá a todo lector, ya sea un sabio crítico de alta estirpe o un humilde buscador de entretención que quiere pasar un aguacero, insomnio o soledad en algo que lo transporte a un instante en el paraíso, en hojas del libro o la pantalla electrónica que tiene a mano.
Así queda establecida la idea de que al autor debemos analizarlo dentro de esos parámetros, que podrán ser científicos o no, sabios o no, correctos o no, cultos o no, prestigiosos o no, aceptados o no por los que saben de literatura en nuestro país y en el mundo, pero que son nuestra manera como lector de ver las letras.

SIETE SEÑALES DE IDENTIDAD.

Ahora, entremos en materia, sumerjámonos a los textos de León David, con la escafandra y los anteojos y chapaletas con que nuestro juicio nos ha hecho armarnos, y ver lo que de grandioso pescamos, lo que de admirable degustamos, lo que de alimenticio para el arte de escribir encontramos en su polifacética, honda y creativa obra.
Saben ustedes que la ostra es tal vez de los más originales seres que habitan los océanos, apreciada por la perla que produce para protegerse de lo que acuda a su interior. Es decir, aquello que recibe, en vez de rechazarlo o dejar que le haga daño, lo asimila y cubre de esa dura y hermosa sustancia. Veamos ahora las perlas de letras creadas por León David al tamizar lo que sus sentidos han llevado a su mente: estudios, experiencias, recuerdos, vivencias.
Esperemos un momento. Quiero observar, antes de dedicarme al análisis de las señales de estilo que validan a León David, lo siguiente: Que aunque el escritor estudiado aborda distintos géneros literarios, y en un momento de este escrito veré las notas características de cada uno de ellos, quiero delinear primero los elementos generales que dan valor al autor en términos de sus aportes al mundo de las letras.
Poesía, apotegma, cuento, teatro, ensayo, diálogo, son de los géneros que practica David, y los veré en particularidad, luego de esta visión general de estilo.
Lo hago así porque aunque estoy conteste en que los géneros literarios son una realidad insoslayable y valiosa, categorías literarias que nos permiten aprehender y separar cada pieza creada, aun así, también estoy convencido de que por encima de eso lo valioso es, como decía Roland Barthes, el texto. Lo más importante no es si el cuento cumple con los requisitos del cuento o el poema con las pautas que lo definen. En realidad esas supuestas leyes no son más que el promedio de los estilos de quienes han practicado por siglos cada género, y por tanto, pueden ser violadas y enriquecidas con nuevos modos inauditos e insospechados de escribir un cuento, poema, ensayo, etc. Además de que los géneros varían con el tiempo, a tal punto que, por ejemplo, cuando el Mahabaratha, el Ramayana y la Odisea fueron escritos se les llamó poemas, empero en la visión de hoy tienen quizás más similitud con la novela que con la poesía. Pero lo más importante es que poseen como el primer día su capacidad de seducción, de transportarnos al mundo emocional maravilloso adonde viajaron sus creadores al momento de escribirlos. Deleite que es la culminación del encuentro escritor-lector a través del puente que es la obra de arte.
Mas, vale la pena aclarar que las obras de nuestro autor cumplen plenamente con lo esperado en cada género literario en que el autor ha incursionado. Y ahora, veamos las características que dan sello propio a la obra que recorremos.
La primera señal de identidad que hallamos es lo que yo llamaría una visión clásico-moderna. O sea, León David se inscribe en la línea del escritor de hoy que, inspirado en sus lecturas de los clásicos, y mirándolos desde el mundo actual -en una especie de re-visita a esos grandes creadores del pasado remoto- realiza unas obras que siendo modernas, tienen el aire y profundidad que emula a aquellas, y explora y reinventa muchos de sus recursos.
Algo parecido a lo que hicieron los artistas del Renacimiento, quienes revolucionaron su época, pues en vez de imitar a los clásicos, emularon sus formas, y crearon esa escuela que es, quizás o sin quizás, uno de los cuatro más importantes momentos que, en nuestra humilde opinión, ha vivido la historia de las letras y las artes. Los otros tres son: Clasicismo, Romanticismo y Barroquismo. Los demás, son a mi entender, variantes, reflejos, mezclas o formas de mirar estas cuatro portentosas escuelas cuya clarinada redentora han encabezado los más grandes innovadores no sólo de las artes sino de la historia humana en general, por la incidencia que han tenido.
Esa visión clásico-moderna de David está evidenciada en su inspiración en los maestros de siempre, en las lecturas que lo han formado como creador auténtico, verdadero, conocedor en primera lectura de los hilos esenciales que caracterizan y construyen la verdadera obra de arte imperecedera, capaz de resistir los tifones del tiempo y las lenguas, costumbres y cultura en su vaivén de mar proceloso de la historia, signado por un desorden con orden, una locura con mesura.
La obra de David se ubica, a su manera personal, en ese selecto grupo de escritores de hoy que cuyas formas me hacen definirlos con el nombre de clásico-modernos. León de Greiff o Jorge Luis Borges, Umberto Eco o Italo Calvino, Terenci Moix o Albert Camus, autores contemporáneos, cada uno con su particular sello distintivo, pero siempre inspirados en lo más granado y graznado del rico caudal y la diversa y varia tradición humana, partiendo de la muy dichosa frase borgiana de que “felizmente no nos debemos a una sola tradición: podemos aspirar a todas”.
La forma en que nuestro escritor asume la manera de trabajar las letras está signada por el uso de una serie de palabras y giros propios del castellano de siglos ha, principalmente del XVI, XVII y sus alrededores, tales como: pareja –no con el significado con que usualmente es empleada, sino como sustituta de esa, tal, dicha, la referida-, guisa, asaz, ora, escoliasta, homúnculo, do, luengo, non.
La segunda señal que identifica a nuestro autor está en el aire de oralidad elegante, en la condición auditiva y rítmica que asume su escritura, dándonos la impresión más de que está dialogando que escribiendo. Su texto tiene sonido, cuando lo leemos oímos su voz al lado o al frente de nosotros diciéndonos lo que contienen sus palabras, tanto en su poesía, teatro, cuento o ensayo, y mucho más en los diálogos. Hay autores que por el tipo de palabras y giros empleados, son visuales, otros táctiles, y así sucesivamente. León David es auditivo.
A este respecto es importante destacar que aun sintiéndose un trabajo de alta reflexión intelectual, propio de un hombre culto, de muchas y variadas lecturas, se impone la oralidad en sus escritos. Es una gran virtud, porque el estado verdadero de la lengua –a pesar del privilegio que Jacques Derrida ha querido darle a lo escrito sobre lo hablado- es el oral, la interacción entre un hablante y otro, y lo escrito no es más que una de las modalidades auxiliares de lo dicho.
Además, ha señalado el maestro Ezra Pound, en su libro El arte de la poesía que la lectura de los grandes poemas nos evoca su canto y los grandes escritores son oídos por el lector mientras al leerlos.
La tercera marca de identidad del texto leondavídico es la metatextualidad. Consiste en el análisis del análisis de lo que se analiza. Esta expresión mía parece un rompecabezas, adivinanza o juego de palabras. Pero su traducción es que el autor le da una gran vivacidad y dinamismo a los escritos de todo tipo, con su constantes alusiones a la naturaleza de lo que está comunicando, a prever la posible reacción del lector ante tal o cual planteamiento, y la refutación del mismo, si lo juzga de lugar. Esta forma de aludir al momento en que se lee, al instante mismo en que degustamos el texto fue muy frecuentada en el Siglo de Oro español, sobre todo por Lope y Góngora, y antecedida por Apuleyo en el Asno de oro, Dante en la Divina comedia y Bocaccio en el Decamerón.
Es un recurso muy poderoso porque lleva al receptor a sentir al emisor no como un conjunto de palabras que corren solas sobre la página, sino que el autor se presenta como otro lector que reflexiona y siente y sufre los efectos de ese escrito y los comparte con quien lee.
La cuarta señal identitaria son los toques de barroquismo, muy bien empleados y sin desmedro de la luminosidad que permite a las mentes inteligentes y cultas deducir el secreto que late en las expresiones, giros y frases. Desarrollado en su versión culterana o de armazón intelectual, esta escuela también se siente en nuestro creador, a través de usar expresiones con estructuras sintácticas, citas de proverbios y frases clásicas latinas y griegas que lo destacan como un autor que se desplaza en suave movimiento entre la luz y la sombra, con tal maestría que una embellece a la otra, en equilibrada dialéctica del decir.
Este carácter se siente también en el recurso de las oraciones muy largas, pero siempre comprensibles. Por lo señalado anteriormente, no podemos decir que sea un barroco puro, sino con atisbos de esa importante corriente literaria, manejados con tal dominio de la expresión que siempre hay un sustrato lógico que invita a la necesaria reflexión que llevará a encontrar su secreto.
Por ello, esta característica de nuestro autor es altamente valiosa. Esa elaboración de ideas profundas expresadas con una cierta sofisticación intelectual son una constante invitación a ejercitar la inteligencia, a aguzar el sentido, a fortalecer el ejercicio de razonar para encontrar los arcanos que se escurren en sus intersticios verbales. Es uno de los caminos por donde ha de andar quien lea para alcanzar la condición de lector crítico, sagaz ydescodificador, con lo cual se prepara para enfrentar de forma acertada eso que Paulo Freire llama leer el mundo y poner lo escrito en su contexto.
La quinta señal que distingue a León es –parece una paradoja en comparación con lo antes indicado- la propiedad y exactitud en el uso de los vocablos. Porque -ya lo ha dicho André Maurois- una de las virtudes más preciadas de un literato es la propiedad en la expresión. Cada palabra está empleada en su exacta y precisa acepción. Y con esto, las letras de León David ponen en evidencia una determinante raya de Pizarro que las divide de un tipo de literatura que habita en las páginas de algunos libros y revistas de nuestro tiempo, en la que se juega con las piezas verbales sin tino, sin precisión sobre el significado de las mismas, creando un enjambre al lector, de tal modo que este puede que se emocione con las metáforas que le muestren o con las palabras que se usen, pero jamás logrará entrar al jardín secreto de la belleza y la verdad intensas y perennes, que suelen huir juntas de ese pésimo espécimen.
En la prosa, la poesía, el teatro, los apotegmas, cuentos y diálogos de León David, el respeto a las leyes de la lengua no es óbice para que podamos gozar el viaje catártico de sus creaciones. Demuestra que la exactitud y el seguimiento de las leyes gramaticales y atenerse a los espacios y libertades que ofrece la lengua, no impide la estructuración de una obra innovadora.
No hay allí enredos ininteligibles, desconocimiento del uso de los signos gramaticales y semánticos, cubiertos detrás de pretendidos y falsos experimentos vanguardistas practicados por alguna gente que en la mayoría de los casos cree que está inventando cosas que, sin embargo, ya han sido inventadas hace siglos, y de forma más expedita y artística. Porque quienes las habían hecho partían de un profundo conocimiento de las tradiciones literarias, históricas, científicas y tecnológicas de la humanidad. Y, sobre todo, que no puede romperse el canon con éxito sin dominarlo.
La sexta huella característica de la obra de León David es su economía de metáforas, el uso oportuno de las mismas. Obviamente, hay múltiples formas efectivas de abordar el acto creador porque con ellas el lector logra alcanzar el éxtasis al que la obra lo invita, el cielo al que el escritor buscaba conducirlo. Cada recurso literario tiene sus riesgos y virtudes. Según los use el escritor, dará buen o mal resultado.
Un texto puede producir excelentes efectos con el recurso de la superabundancia de metáforas, como en Lezama o Góngora. Ser directo, crudo y casi carente de tropos, como algunas facetas de la literatura gótica inglesa o el caso de los maravillosos poetas norteamericanos Edgar Lee Masters, Allen Ginsberg o Charles Bukowski.
Entre esas opciones, León David ha elegido un uso comedido y bien dosificado de metáforas, sin llegar a los extremos sofisticados de unos ni a los descarnados de otros, sino de modo que, en cierta forma, cuando encontramos la metáfora, ya el escritor nos ha hecho sentir la necesidad de ella; ni sobra ni falta. Y así debe ser para que el tropo no resulte sobreactuado, artificioso, y no estemos obligados a mantener la mente alerta, lo cual dificulta la necesaria catarsis, el indispensable sopor que ha de conducirnos en el viaje emocional por el territorio de la creación que degustamos. La metáfora es ahí la necesaria caricia verbal que multiplica el deseo de seguir la lectura.
La séptima señal que descubro a lo largo de la obra y géneros abordados por el autor es lo ético. Para él, todo está visto de alguna manera con una razón ética, está explicado con un motivo moral. No hay una sola línea que no lleve implícita esa dirección. Tal vez debido a que está indignado ante las pobrezas y carencias morales de nuestra deshumanizante época –llena de vicios, depravaciones, insolencias- quiere David levantar su voz de alerta, con intentos de bandera, intentos de cura a esas llagas que nos corroen la existencia como pueblo dominicano, como país humano, como globo en destrucción, por esa fiera vertical tan dañina que es el humano, la más depredadora y feroz de todas las bestias, la única que sabe lo que hace, tiene capacidad de evaluar, conciencia de lo que es el bien y el mal, y generalmente prefiere el mal. Quizá porque León David ha sentido que Rousseau perdió la pelea contra Hobbes, y cada día se comprueba que el hombre está más lejos de ser “bueno por naturaleza” y más cerca de ser “un lobo para el hombre”, y Barrabás sigue triunfando sobre Jesús.
Pero la esperanza de construir el hombre nuevo que preludió el Ché Guevara, no puede perderse. Eso está en el espíritu del autor que analizamos, y así creo que debe ser, porque como decía el viejo Camilo José Cela, debe escribirse al servicio de algo, y no por el simple acto de divertir, excitar, emocionar o sublimizar la mente del lector. Debe escribirse para transformar en algo al lector, aunque ese no sea el objetivo central de nuestros escritos, ni esa la misión principal de la literatura, sino siempre conseguir la elevación estética. De modo que este servicio no es el objeto de la obra de arte, pero no puede esta darse el lujo de ignorarlo. Y de hecho, toda obra de arte tiene una ética, aunque se oponga a la que normalmente consideramos como tal. Es el caso del Marqués de Sade, en cuyos textos la ética fue la desmedida crueldad sexual como expresión de sus resentimientos ante una sociedad que tal vez lo había maltratado.
La ética de León David es, si cabe la palabra, más humana, más afín a los sueños de vindicación del ser humano, de realización de la sociedad justa cuya utopía enciende sus sueños de escritor.


INFLUENCIAS.

¿Qué autores pesan sobre León David? Yo diría que ninguno. Que a todos los lleva bien en su carga de resonancias, retumbantes ecos y contactos con sus maneras. Entre ellos, Borges es el más evidente espíritu que acompaña silenciosamente el texto leondavídico. Quizás porque ambos tienen gran interés en el libro como maravilla del conocer, como misteriosa fuente que repite la vida y el mundo en su estado ideal, o en su reestructuración. Reflejada a manera de espejo de agua, unas veces convulso, otras sereno, o tocado por las ondas de una piedra que lo intranquiliza. Si algún otro autor hay que lo acompañe sería Platón. Platón discute consigo mismo en sus diálogos, contraponiendo juicios a los de sus personajes, y derivando posibles demostraciones contrarias, calibrando la negaciones del sofista imaginario o real con el que se disputa la carrera por asir la verdad y la belleza. Algo así hace León David, con la diferencia de que el personaje principal con quien discute es el lector.
Apuleyo, el Conde Lucanor, Calderón de la Barca, Góngora, Ortega y Gasset, Unamuno, el romancero español subyacen con su impronta en el desarrollo de los distintos géneros literarios de nuestro escritor. Es lógico, no hay autor que no viva consciente o inconscientemente la huella de los grandes maestros. Ya Isaac Newton lo ha dicho mejor que nadie: “He visto más lejos, porque me han sostenido los hombros de gigantes”.
Delineadas estas caracterizaciones generales del estilo, quiero ahora dar unas pinceladas críticas sobre cada género abordado por León David.

POEMAS.

La poesía es el súmmum de la creación literaria, porque cuento, novela, teatro, ensayo han de tener un influjo poético, un manejo plástico de la lengua, pues las líneas de las páginas de un libro son los caminos que llevan al paraíso prometido por el título de la obra, y las hermosas imágenes -alegorías, hipérboles, ritmos, metonimias y otras piezas del instrumental poético- aligeran, hacen agradable y entretenida esa ascensión a la cumbre; son el aceite que suaviza y dinamiza el movimiento de las piezas del motor literario, son la cadena de emociones que nos preparan para la gran emoción. Todo buen escritor es poeta, y es imposible que lo sea sin serlo.
Los otros géneros que practica nuestro autor tienen la ventaja de su dominio de la poesía. El soneto lo hace prácticamente perfecto, ajustado al clásico estilo de trabajarlo, pero con terminología y giros modernos, con los asuntos de nuestra época y país sin descuidar los que pertenecen a la eternidad e infinitud.
Los temas son siempre reflexiones sobre el quehacer creador, el tiempo y su misteriosa manera de ir corroyendo todo, las huellas que dejamos y las que nos deja el andar por la vida social, y las inquietudes personales en torno al desarrollo de las miserias humanas, el planeta, las dudas, misterios y desafíos que supone el vivir en gregaria asociación con los demás y con el yo mismo.
También están las variaciones temático-formales de sus autores favoritos, estableciendo juegos de semejanzas y diferencias -unas veces evidentes y otras sugeridas- con Borges, Martí, Mieses Burgos, García Lorca. En ocasiones, se separa del autor y funge como una subconciencia o sobre-conciencia o co-conciencia que anda y discute con consigo mismo sobre sus decisiones y los problemas que producen los demás seres que rodean al humano.
En cuanto a forma, hay el verso libre y el rimado, ambos con una fiesta del ritmo y timbre que recuerdan a los magos de la musicalidad poética: Rubén Darío y Franklin Mieses Burgos.
Otro elemento en que el autor desafía al proceso creador y sale victorioso es en el uso de esa peligrosa arma que es el adjetivo. Lo hace en gran cantidad, y sin embargo, no nos aburre, sino que casi siempre lo sentimos necesario y reforzador de la idea del sustantivo al que da intensidad.
Entre las mejores muestras poéticas del autor, están: El nombre exacto de las cosas, Te esperaré en el hueso, La prostituta callejera, Poema anodino para el hombre común, Famosa canción al estilo de antaño non comprometida con los males del siglo, Ese hombre.

CUENTOS.

No discutiré aquí si son cuentos o relatos, esa separación que la retórica moderna ha establecido entre los tipos de narraciones cortas, fundamentada en ciertas características, no sólo de extensión sino de contenido, enfoque, desarrollo, trama, descripciones e impresiones, para decir que una cosa es cuento y otra relato. Dejaré esos conceptos para ventilarlos otra ocasión, y adoptaré el apelativo que el autor da a sus textos. Y lo hago porque considero que a la hora de calificar la calidad de un escrito, su capacidad de arrobar, de sobrecoger, de asombrar... a la hora de eso, la condición de cuento o relato da igual, aunque sé que al momento de clasificarlo bibliográfica o académicamente, sí vale la pena la distinción. A pesar de que –como ha dicho un maestro- acaso sean lo mismo para la imaginación.
Hay en el autor cuentos para adultos y para niños. Tienen en común la elegancia de un estilo donde lo sencillo y lo profundo caminan de la mano, y están hechos a la manera conceptualmente sintética en que se mueve el teatro griego, cuando Sófocles, Eurípides, Esquilo, nos comprimen en unas pocas páginas todo el drama, dejando a nuestra mente crear la atmósfera, el proceso, que se hallan pre-supuestos en su armazón textual. Esto hace al lector cómplice, autor interactivo de la historia, pudiendo recrearla a su modo, sin que se pierda en el camino que construye el autor.
Así, esta narrativa es condensada, y al mismo tiempo viva y aleccionadora. El mundo de China, India, el aire de la antigüedad greco-romana, religiosidad, envidia, amor, odio, ingratitud, pasión –incluso el erotismo, algo poco frecuente en la obra en general de León David- son los elementos que andan en los cuentos.
Representan un regreso al efecto sorpresa, a la forma introito-trama-desenlace, propios del viejo cuento convencional, además de la moraleja que el autor recupera, pues la habían desechado las narraciones modernas.
Diríamos que es un desafío que León David hace a los cuentistas de nuestra época, al retomar los recursos clásicos en estos aspectos nodales que el narrador moderno ha preterido como recurso. Nuestro autor no está solo en esta pelea, pues, cada uno con sus formas y enfoques, Augusto Monterroso y Eduardo Galeano han visitado estas maneras.
¿Saldrá exitoso León David en ese enfrentamiento con las formas modernas de contar, y esa vuelta a la atmósfera clásica en que incluso no se dan los nombres concretos ni precisos del lugar donde se desenvuelve la historia, de los personajes y la época específica en que se producen los acontecimientos? Creo que la mayoría de las veces el autor triunfa.
El autor tiene excelentes cuentos breves, como El enviado de Dios, Parábola de la cebolla, El olvido de Dios.

APOTEGMAS.

Bossuet, Pascal, Paracelso, Hipócrates son nombres que vienen a nuestra memoria como practicantes prístinos de ese género literario -que linda entre el pensamiento y la imaginación, el razonar y el crear- que se llama también aforismo. Está compuesto por el buen sentido que nos descubre lo que no sabíamos que sabíamos, la anécdota graciosa, la reflexión aleccionadora, el consejo del maestro.
Son como fragmentos de conocimiento, cápsulas del saber. Ciorán y otros autores modernos han vuelto a ponerlo de moda, después de que Gómez de la Serna los convirtió en greguerías, y Tagore en oraciones, y ha sido practicado en nuestro país por José Mármol y otros creadores.
Recuerdo haber leído, en mi adolescencia, algunos interesantes aforismos en la revista Selecciones. Son formas donde los intelectuales intentan condensar largas páginas de sabiduría.
Claro, antes que los sabios, ya la gente simple de los pueblos había inventado agudos aforismos. Ahí están las máximas, refranes y dichos.
Sus apotegmas o aforismos, León David los hace con pericia, se enfrenta con éxito a los riesgos que se corre con esas síntesis, como son caer en lugares comunes o decir algo que pareciendo genial se queda en la perogrullada. La mayoría son muy buenos, aunque haya uno que otro donde quede corto. Pero eso les ocurre a otros cultivadores del género.
Están caracterizados por su lirismo combinado con la reflexión, por su elasticidad donde a la manera del ensayo, mezcla emoción con razón, precisión con imágenes.
Otras veces, hace uso de lo irónico, lo hilarante, explotando el sentido del humor que ha calado en las letras de nuestra época. Y aunque en su literatura en general, David no incursione mucho en el humor, aquí sí lo hace, y con gracia.


TEATRO.

He escrito que David está marcado por sus lecturas clásicas, y se ve que le han venido desde muy joven. A lo mejor por haber tenido el privilegio de ser hijo de don Juan Isidro Jimenes Grullón, filósofo, sociólogo, historiador, politólogo, médico, y hombre de gran inteligencia, dotado de una inmensa formación en diversas áreas del saber, quien debió de guiarlo como lo hizo Salomé Ureña con Pedro Henríquez Ureña, por el camino de las buenas lecturas, la formación y discusión de selectos libros del saber universal.
Diríamos que en el teatro es la zona donde más se nota la incidencia del clásico drama y la epopeya de Grecia y Roma antiguas, del teatro de los Siglos de Oro de España (tocado también por la dinámica y ágil dramaturgia latinoamericana) en que se ha combinado la síntesis con la acción.
Si bien no es tan intelectual como el teatro clásico alemán o el inglés de los tiempos isabelinos. Buena parte de aquel era pensado más como reflexión filosófica que como guión de montaje, según nos refiere doña Camila Henríquez, aunque otra parte poseía características propias para ser presentado, como de hecho lo fue por Shakespeare y su compañía.
Se siente también la incidencia de los recursos tecnológicos modernos, como la televisión, el cine, las luces y escenarios sofisticados que usan los dramaturgos de hoy.
Dos elementos claves hay en el de León David: el escenario simple y diálogos que muestran una reflexión sobre los males del mundo, las miserias humanas, pues como ya hemos dicho, siempre lo moral tiene gran fuerza en la obra de David. Y un tercero: sus personajes son todos apasionados y muy emotivos.

ENSAYOS.

El más grande poeta de la lengua portuguesa y uno de los mayores del mundo, Fernando Pessoa, creó una serie de heterónimos con los que elaboró su obra diversa y rica en contenido y forma, en visiones y técnicas. Siempre destacamos eso, y parece exclusivo de él. Pero en realidad, todo ser humano, incluyendo a los escritores, tiene múltiples heterónimos, aunque no tan voluntariamente hechos ni tan manifiestamente vistos como los de Pessoa.
Quien cultiva varios géneros, tiene en cierto modo, así sea profunda o ligeramente, que manifestarse en diferentes personalidades. Al momento de hacer un cuento, el escritor tiene que adoptar una actitud distinta de cuando escribe un poema, y mucho más cuando está novelando, y armando dramas o ensayos.
De este modo, podemos decir que hay tantos León David como géneros cultiva. Aunque tenga siempre en común ciertos rasgos inevitables de convicciones y costumbres, de inclinaciones e inhibiciones, de obsesiones y preferencias, que sean comunes a las personalidades que adopta en cada caso.
Pero como siempre ocurre, de todas las personalidades que bullen dentro de un ser humano, hay una que se impone. Nuestro autor no es la excepción. Por ello, si me dieran a escoger cuál de los León David prefiero como lector, sin duda respondería que me quedo con el ensayista. Pues creo que así como el fuerte de Edgar Allan Poe era el cuento más que la poesía, León David es ante todo y sobre todo uno de los más brillantes ensayistas de nuestra literatura, sin menoscabo de su exquisita obra en otros géneros.
Tal vez en desacuerdo con uno que otro giro retórico, acotando alguna zona cuya tesis no comparto, y este o aquel menos preferidos que los demás, tengo que confesar que he disfrutado y disfruto plenamente la lectura y relectura de este haz de excelentes ensayos leóndavídicos.
Desarrollados a la manera de la conferencia, en un constante diálogo con el lector y alusiones al momento en que escribe, en una vivaz comparación de situaciones y posibilidades, su ensayística se destaca por su seducción, sentido de la concatenación y juego con los conceptos. A ello se suma la presencia casi in situ de aquellos pensadores con los que discute sus tesis, para corregirlos, contradecirlos o ironizarlos.
Con un empleo comedido de la cita de otros autores, David trabaja siempre basado en sus propias razones, y no como quienes, sin tener ideas propias, son apenas repetidores y comentaristas de los que verdaderamente piensan. No es tampoco el saltarín que en este escrito opina una cosa y en el otro otra. En nuestro escritor hay una visión del mundo, de las letras, del humano, de lo ético y lo estético, que le son muy propias, y se desenvuelven de forma creativa en cada texto.
Sale a flote entonces el filósofo que es. Armado de una serie de tesis que leídas con cuidado nos hacen descubrir una suerte de sistema de pensamiento, de visión general sobre el arte, el humano, el mundo, el origen y destino de nuestra especie. Respaldada con innovadores y ricos ejemplos de la vida cotidiana, de la lectura intelectual, del buen sentido y el sentido común, que tan ricos son como instrumentos de estudio.
Elaborados con una base epistemológica en que con frecuencia echa manos de la clásica y siempre presente lógica de Platón unos instantes y de Aristóteles en otros. Luego deriva en la hija de ellas, la lógica dialéctica salida del portentoso pensamiento de Hegel y Marx que combina de vez en cuando con la apasionada de Schopenhauer y Nietzsche o la matemáticamente precisa de Kant. Partiendo de que ninguna de estas lógicas es completamente correcta ni equivocada, sino que se complementan en una diversidad de puntos de vista y se mezclan como los metales en el crisol que busca verdad y belleza.
Sus ensayos están hechos con la sencillez y precisión de la cátedra universitaria y el estudio mesurado de los temas. De modo que en León David la diferencia entre el estudio y el ensayo como géneros distintos, se borra y quedan ambos fundidos en uno.
Ortega y Paz, Mariátegui y Gramsci lo enriquecen. Beltrand Russell y Stephan Zweig lo iluminan.

DIÁLOGOS.

¿Qué es el diálogo? ¿Es un género literario o filosófico? Alejandro Arvelo lo define en palabras sencillas, pero precisas y hondas: “Es uno de los medios de expresión por excelencia de la reflexión filosófica. En él confluyen muchos de los componentes típicos de esta forma de conocer la realidad: apertura hacia la novedad -cosa distinta de la moda-, la creatividad y el descubrimiento, sentido de la totalidad, pericia en el arte de escuchar, tacto en el ejercicio del criterio, paciencia ante la posibilidad de arribar a conclusiones. El diálogo es, en efecto, una apuesta al servicio de la buena conversación y de la democracia”.
Como se ve, es un género filosófico y literario, un híbrido entre ficción y análisis, discusión y reflexión. Creado por Platón, es traído a nuestro tiempo por León David, quien lo reinventa para discutir consigo mismo y con nosotros los temas nodales de nuestro tiempo, a la luz de su pensar y de las filosofías que ha penetrado. Jenócrates o el desagravio de la Estética, Diotima o de la originalidad, Filoxeno o del sentimiento que la contemplación de la belleza suscita.
Excelentes piezas donde la dialéctica del encuentro de ideas, el contrapunteo de lo que el autor piensa con sus contrarios en un mismo salón mental, permite reflexionar libremente sobre los grandes temas, a la manera de un juego de mesa donde los juicios pasan a ser piezas con las que se juega y se pierde o se gana según la cantidad y calidad de los argumentos.
El lector es el jurado y seguro ganador en conocimientos, revisión y reflexión, siendo el silencioso participante principal de la discusión. Diotima o de la originalidad es mi preferido, tal vez porque tiene como tema central lo que es en el hombre la gran preocupación vital, que es ser, ser uno mismo y no otro.

UN ESTILO PROPIO.

En fin, que en sus ensayos, apotegmas, teatro, cuentos, poemas, diálogos, estamos ante uno de los autores más importantes de las letras dominicanas. Pues como todo creador verdadero, se hace ostra o esponja que absorbe y abreva en las ricas fuentes de la vida, el saber, el sentir, y luego lo pasa por su tamiz para crear su manera particular de escribir y pensar. Tan característica y distinta que si encontrásemos una página de sus escritos sin firma, descubriríamos a su autor, porque hallaríamos en ella a León David con las perlas de un estilo propio.