COMPAÑERA, COMPAÑERA.

COMPAÑERA, COMPAÑERA.

Un poco de esclavitud española
corre tras la suavidad de tu cabello casi hasta alcanzarla,
un azote agazapado hay en los noventa grados de tu nariz
y el verde de tu mirada lo cruzan unos látigos de azotes.
No es que odie la blancura de tu piel
ni lo recta de tu frente;
no es que me sienta herido por tus labios finísimos.

Creo que eres hermosa,
que se puede dormir contigo y ser feliz,
que de tu pelvis sale la humedad
con igual transparencia que la de Angela Davis,
que tu mano
que humilló en el ayer a tantos labios
puede hoy encender fósforo y quemar la oscuridad de este cañaveral
que lleva al continente a los ingenios de muerte;
pero un poco de esclavitud española
corre tras la suavidad de tu cabello
casi hasta alcanzarlo,
algo de civilización occidental cristiana y blanca
convierte los pelo de tus cejas en látigos de sangre.

Algo de amargas historias,
de muertes,
desapariciones negras,
decapitaciones indígenas,
hogueras,
heridas al costado
y tormentos ardientes en los troncos
se anida en el vello de tu axila y al borde de tus piernas.

Me cruza la sospecha
de que hay muchos indios
en ti encadenados en púbica encomienda,
amarrados al lazo de esas íntimas hebras,
indios que decapitas en tu afeite,
mulatos que torturas,
que cercena la cera de tus depilaciones…
durante quinientos años,
quinientas ruedas dentadas,
quinientos cilicios que los cortan amarrados a los muslos,
que crujen apretados a los cuellos,
que desangran cada vez que te sientas,
cada vez que te bañas los ahogas
en la sal y la química espumosa del jabón,
que gimen cuando ayuntas
y se ahogan cada mes en tu mar de aguas rojas.

Si me acerco a tus orejas
oigo caballos pisoteando cadáveres
y me araña una angustia interrogante
cuando me acerco y oigo al pie de tus oídos
aquel cóndor que pasa buscando su propina:
el sobrante de los pueblos vencidos…
y miro tus pupilas pero no puedo verlas
porque una gota de sangre de Caonabo
les brota y se agiganta
y se vuelve un Amazonas torrencial
que te cubre en su rojo todo el rostro,
hasta el cuello, el pecho y a ti toda,
y apenas deja un resquicio para una,
dos, tres, cuatro, cinco…
muchísimas gotas de pestilente pus amarillenta
que brota del costado de Tamayo,
desde el vientre de Hatuey
y se enredan en tus pestañas y pupilas.

Vas a cerrar los párpados
me cubro la cara para no ver cómo empujas y aprietas,
cómo aplastas,
cómo hundes muy hondo
con tu mano hispaniola
esa daga en Guaroa,
dejando el vientre abierto
y la gangrena hirviendo de minutos, cocinando de horas,
calcinándose de siglos que pasan sin pasar.

Muchos amos de esclavo
estoy viendo reír en el reino de tu cuello,
pendiendo en tu collar de oro
macizo de dolor,
con plata repujada en cortante esplendor sable de sable muy redondo,
y oigo carcajadas de tus predicadores del cristiano dolor
que andan entre tus senos,
suben del nacimiento de tus mamas escalando a pezones
pisando lentamente sus botas sobre carne,
sobre carne inocente.
Aquí en el silencioso camino de tu pecho a tu vientre
escucho yo el tronar de los grilletes de hombres encadenados,
y el sonar de los huesos desprendiendo
los brazos y las piernas del bravo Tupac Amaru,
y miro caminar esos cuatro caballos que lo arrastran
fatigados por la espuela
de Isabel y Fernando impulsando su galope ahora ahí por tu carne
con pedazos de un hombre,
con pedazos de un pueblo.

Una sonrisa anda por u pecho,
un fantasma recorre tus pulmones
y arrastran calcinados a los pueblos de América
y siento que mi piel se despedaza
entre piedras cortantes
que abren sin piedad carne de mis ancestros.

Excúsame, mujer que amo más que mi sangre,
excúsame que hoy no pueda ver la luz que hay en tus ojos,
porque desde su espejo me veo yo mismo herido,
veo niños descalzos caminar sobre botellas rotas,
y veo vejaciones que no están incluidas
en Crónicas de Indias,
que están lejos, muy lejos,
muy lejos de la paz que vio el escriba,
apenas si nos cuenta una porción
del muy trágico andar de esos amargos cuerpos
que veo desandar carbonizados
en el líquido azul que distingue tus venas.

Excúsame que tus ojos esta noche
no tengan nada qué ver con la redonda
llanura azul que les mira el poeta;
excúsame que sólo encuentre en ellos
el fundamento del hacha que desangra,
la razón de ser de la ojiva nuclear y de la guerra fría.
Excúsame que no encuentre una niña ahí en tus ojos,
sino el brillo del cepo circular de tu anciana reina.
Excúsame, mujer,
que te haya envuelto en sábanas enemigas,
y te haya llenado el cuerpo de vergüenzas,
levantando estas capas del pasado.
Perdóname esta vuelta atrás de la mirada
y el hallazgo de hedores nauseabundos
–que no te pertenecen- detrás de tus abrazos.

Excúsame el recuerdo recurrente
que te acosa en las aguas de este antiguo dolor,
la voz de antepasado en mi pecho,
que gritan y te acusan de un crimen que no es tuyo,
aunque corran por tus mejilla la sangre de su recuerdo
que le huye a mis manos,
se esconde escurridizo ahí entre tus pies cuando toco tus manos,
que se esconde en tu espalda cuando duermo en tu pecho.

Suponte que deliro,
que una fiebre política me incendia cada extremo,
una histórica sífilis,
una memoria enferma de una lepra de ayeres que retoña,
un cáncer de pensamiento difícil de curar,
cadena interminable de endemias sociológicas que traigo entre los huesos,
óntica gonorrea situada en las raíces de la historia de América.

Pero jamás detenga la sangre de esta histeria
esta sorda corriente que nos ata hasta el átomo.
Quédate aquí en nosotros, a
amanece conmigo hacia el día largo,
que hace rato que te acuso sin sentido,
que mis verdades mienten sobre ti,
y ahora una matriarca en la prehistoria,
una esclava que arrastra la virtud entre sus faldas,
una sierva de la gleba que al monte va y nos siembra
se enfurecen conmigo de dolor por mi ofensa,
se enfurecen de amor a tu defensa,
y una mujer que piensa mientras mueve engranajes,
se monta ahora en mi espíritu y habla por mis manos, se apropia de mis letras
y por mi boca pide que no engañe tus cabellos
ni estruje en tu castellano,
y te libre del mal del colegio exclusivo,
del vestido de lana
y el imperial pecado que antecede a tu cuerpo.

Esa mujer me exige que te llame compañera,
compañera.

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